Los Doce Trabajos de Heracles [Segunda Parte]

Séptimo trabajo: El toro de Creta

    En ciertas versiones se relata que el toro que raptó a Europa no era el propio Zeus metamorfoseado, sino un animal que le sirvió para estos fines. Éste sería el famoso toro de Creta, protagonista del Séptimo trabajo de Heracles. Sin embargo, otros mitógrafos relatan que en cierta ocasión Minos, rey de Creta, había ofrecido a Poseidón el sacrificio de lo primero que saliera del mar, o apareciera en la superficie de las aguas. De pronto un hermoso toro empezó a hacer cabriolas y a retozar por la orilla, Minos, al verlo, no quiso sacrificarlo y en su lugar fue pasto de las llamas un animal de inferior calidad. Al darse cuenta del cambio, Poseidón se enfureció y volvió loco al toro salvado, de forma que embestía en Creta a todo lo que se le ponía por delante.

    Sabiendo Euristeo de esta circunstancia, ordenó a Heracles que pasara a la isla de Creta y le trajera vivo al temible animal. Así lo hizo el semidiós, con el consentimiento de Minos, que de esta manera se veía libre de un gran peligro para su país. Heracles volvió a Micenas con el toro, quizás a lomos del propio animal, al igual que Zeus había hecho con Europa. Llegado a presencia de Euristeo, el rey quedó tan prendado del toro que tras largo rato de contemplación lo soltó. La bestia, al verse libre, comenzó a asolar los campos de Laconia y Arcadia y se dirigió a Maratón, hasta que otro héroe, Teseo, lo atrapó también vivo y, paseándolo por la ciudad de Atenas lo llevó al templo de Apolo para ser inmolado.


Octavo trabajo: Robar las yeguas de Diomedes

    Diomedes era hijo de Ares y rey de los Bistones, y poseía unas yeguas tan salvajes que se nutrían de carne humana y tan vigorosas que necesitaban estar atadas con cadenas de hierro a pesebres del mismo metal. Euristeo quiso poseer aquellos singulares ejemplares y decidió que Heracles fuera a buscarlos. El héroe marchó a Tracia, en donde se hallaba emplazado el reino de Diomedes, y una vez llegado allí dio a comer a las yeguas al propio Diomedes logrando amansarlas, pero entonces los bistones acudieron en venganza de su rey y Heracles tuvo que luchar contra ellos, encomendando la vigilancia de las furiosas yeguas a Abdero, hijo de Hermes. Cuando regresó victorioso, contempló con estupor que las yeguas habían despedazado a Abdero. Heracles enterró con todos los honores a su amigo con gran dolor en su corazón y fundó la ciudad de Abdera, en recuerdo suyo. Redujo de nuevo a los terribles animales y los condujo a Micenas a presencia de Euristeo, quien los consagró a Hera, su aliada. El relato se completa explicando que las yeguas, bien que salvajes, dejaron de practicar la antropofagia y fueron fácilmente domesticables gracias a la hazaña de Heracles. Tuvieron tan larga descendencia, que incluso el rey Alejandro el Grande de Macedonia tuvo como corcel favorito a Bucéfalo, descendiente de aquella estirpe.


Noveno trabajo: Apoderarse del cinturón de Hipólita, reina de las Amazonas

    Este trabajo fue realizado para satisfacer los deseos de Admete, hija de Euristeo, que deseaba un famoso cinturón, regalo de Ares a Hipólita, reina de las Amazonas. Éstas habitaban el país de Temiscira, en el Ponto (Mar Negro), constituyendo un numeroso pueblo de mujeres guerreras que esclavizaban a los hombres con el único objeto de la procreación, y para que no constituyeran ningún peligro les iban dando muerte. Según la leyenda, para manejar con mayor soltura el arco se extirpaban (o no dejaban crecer) el pecho derecho.

    Heracles se embarcó para realizar la empresa junto a otros héroes famosos como Teseo, Telamón y Peleas, y tras numerosas aventuras llegaron al tenebroso Mar Negro. Subieron aguas arriba del río Termodonte y llegaron por fin a Temiscira, capital de las mujeres guerreras.

    Hipólita recibió al héroe y, al contemplar su arrogante aspecto, se prendó de él, prometiéndole el cinturón, pensando que quizá gozaría para siempre de su amor. Pero Hera, que no podía consentir que Heracles fuera feliz ni por un instante, tomó la forma de una de las Amazonas, e incitó a sus compañeras contra los visitantes, argumentando que su intención era raptar a la reina. Las amazonas cargaron contra Heracles montadas en briosos corceles y éste tuvo que luchar contra ellas lanzando sus infalibles flechas, que eliminaron a muchas de ellas. Finalmente Heracles capturó a Melanipa, capitana del ejército amazónico, y las demás guerreras depusieron las armas. Hipólita entregó a Heracles el cinturón a cambio de la libertad de Melanipa y, después, comprendiendo que no podía retener al héroe para siempre, lo dejó marchar no sin sacrificio. En otras versiones, Heracles, creyéndose traicionado, da muerte a Hipólita.

    A continuación el semidiós se dirigió a Troya donde, en sus costas, encontró a Hesione atada a una roca. Su fatídico destino era ser devorada por un terrible monstruo, que Poseidón había enviado, tras no recibir tributo alguno por su ayuda en la construcción de los muros de Illión. Entonces decidió raptar a Hesione, hija del rey Laomedonte, y destinarla al sacrificio. Una vez allí Heracles, Laomedonte aprovechó su visita y le prometió unos magníficos caballos consagrados a Zeus, si a cambio liberaba a su hija de aquel horrible destino. Así lo hizo Heracles tras una titánica lucha, pero entonces el rey, acostumbrado a no cumplir sus promesas, también negó al héroe lo estipulado. Por esa ofensa, el semidiós volvió con un ejército y dio muerte al soberano y a todos sus hijos, excepto a Príamo.

Acto seguido marchó a Micenas y entregó, finalmente, el cinturón de Hipólita.


Décimo trabajo: La captura de los bueyes de Gerión

    Euristeo, impulsado por Hera, no concedía a Heracles un momento de respiro y, no bien acabado con la aventura del cinturón de Hipólita, le ordenó capturar los toros del gigante Gerión. Éste poseía en la isla de Eritia, más allá del golfo de Gadir, una manada de magníficos toros de color rojizo vigilados por el gigante Euritión y por el monstruoso perro Ortro, nacido de Tifón y Equidna. El propio Gerión era también un enorme monstruo que poseía tres cabezas, tres troncos, seis brazos y seis piernas. Era hijo de Crisaor, rey de toda Iberia, el cual, además de Gerión, tenía otros tres hijos también gigantescos, jefes a su vez de un formidable ejército.

    Quizás ésta era la empresa más difícil de todas cuantas Euristeo había mandado al hijo de Zeus y en su fuero interno el rey pensaba que por fin se desharía de él de una vez para siempre. No sabía el infeliz que Heracles era un predestinado a imposibles hazañas y que precisamente Zeus le había infundido el don de la Fuerza, que limpiará al mundo de monstruos y bandidos. Pero Euristeo, simple mortal, no podía saber tales cosas.
    En primer lugar, Heracles reunió una escogida tropa que se concentró en la isla de Creta, en donde tuvo que luchar con el gigante Anteo, hijo de Gea, que poseía la virtud de recuperar las fuerzas cada vez que tocaba con los pies a su madre. Heracles se dio cuenta de esta propiedad y, rodeando al enemigo con sus poderosos brazos, le ahogó manteniéndole siempre en vilo.
    A continuación la marcha fue larga y penosa. Atravesó diversas regiones secas y áridas, libró a Libia de numerosos monstruos y, en cierto lugar extraordinariamente fértil, fundó la ciudad de Hecatónpilos (Cien Puertas). Después llegó al Atlántico, frente a Cádiz en donde se hallaba el fabuloso reino de Tartessos (históricamente comprobado). Según la tradición, Heracles erigió en el Estrecho que separaba el Mediterráneo del Océano las famosas columnas que desde entonces llevaron su nombre.
    Pero ¿cómo cruzar el tenebroso Océano hasta Eritia? Como el Sol era muy fuerte en aquellos parajes, Heracles, no pudiendo resistirlo, arrojó sus flechas contra Helio, el cual sorprendido de la osadía y a la vez admirado por la valentía del héroe, le prometió lo que quisiera. El semidiós solicitó prestada al caluroso dios la gran copa de oro en que éste se embarcaba todas las noches cuando llegaba al Océano y regresaba a su palacio emplazado en el Oriente de la Tierra. Helio se la prestó de mala gana y, para poner a prueba al héroe, lo fue sacudiendo con violencia sobre las olas. Pero Heracles para amansar a Océano, le iba disparando de vez en cuando sus flechas y así consiguió su propósito.
    Cuando llegó a Eritia, el perro bicéfalo Ortro se lanzó contra el héroe. Heracles lo abatió de un golpe con su poderoso garrote. Lo mismo sucedió con el guarda bueyes Euritión, cuando acudió en defensa de su can. Heracles se apropió de los bueyes e inició el camino de regreso, pero Menetes, pastor de Hades, fue a avisar a Gerión de lo sucedido. El gigante alcanzó a Heracles a orillas del río Antemo y allí se produjo una lucha descomunal en la que la propia Hera acudió en ayuda de Gerión. El hijo de Zeus disparó una de sus mortíferas flechas y consiguió herir a la diosa en el pecho, lo que hizo que Hera tuviera que abandonar a su protegido a su suerte. Heracles dirigió entonces sus disparos contra Gerión, quien después de una tenaz resistencia fue abatido.

   
    Fue así que el héroe victorioso reunió el rebaño y regresó entonces a través de Iberia, en la que encontró a los otros hermanos de Gerión, a los que venció también y subyugó su reino. Pasó a la Galia y en la Liguria, camino de Italia, fue atacado por los indígenas. Entonces Heracles realizó con ellos una masacre, hasta tal punto que se le terminaron las flechas. Luego dirigió una plegaria a su divino padre, quien inmediatamente hizo llover una gran cantidad de piedras, que su hijo utilizó como proyectiles; los ligures que no fueron alcanzados huyeron despavoridos.

    Poco después, dos bandidos, hijos de Poseidón, llamados Alebión y Dércino, intentaron robarle los bueyes, pero Heracles les dio muerte. Atravesó el país de los etruscos y, cuando llegó al Lacio, tuvo que enfrentarse con Caco, que pretendía los bueyes, y terminó con sus andanzas de ladrón en el mismo lugar en que más tarde se emplazaría la ciudad de Roma.
    En la región del sur de Italia llamada Calabria, uno de los toros se escapó y salvó a nado el estrecho de Mesina, llegando hasta el reino de Erix, quien quiso reducir al furioso animal y quedárselo en sus dominios. Heracles llegó tras él y mató a Erix.

    Finalmente el héroe y el rebaño alcanzaron el litoral del Mar Jónico. Allí les envió unos tábanos terribles que volvieron furiosos a los toros, los cuales se dispersaron por la región de Tracia. Heracles los persiguió y reunió, sólo a una parte, los restantes vagaron libres por aquellos parajes y originaron las bandas salvajes que erraban por el país de los escitas.
    Al presentarse ante Euristeo con los animales que había podido recuperar, manifestó a éste que había realizado ya los diez trabajos prescritos, pero como el taimado monarca había rechazado dos, no tuvo más remedio que realizar dos más.


Undécimo trabajo: Arrastrar a Cerbero fuera del Hades

    Desesperado Euristeo porque en lugar de destruir a su rival había acrecentado su fama a cimas inaccesibles, haciéndolo aparecer como exterminador de todo cuanto había de maligno en la Tierra y bienhechor de todos los mortales, decidió encomendarle un trabajo en donde sus heroicas virtudes no le sirvieran para nada. La hazaña consistía en traerle el monstruoso can que guardaba la entrada de los Infiernos, y que se llamaban Cerbero, monstruo de tres cabezas de cuyo tronco colgaba una cola de dragón y llevaba además enroscadas en la cabeza y el cuerpo numerosas serpientes venenosas. Conocedor Heracles de las dificultades de la nueva tarea, se trasladó a la ciudad de Eleusis, en el Ática, y allí consiguió que el sacerdote Eumolpo le iniciase en los misterios eleusinos, que enseñaban a los creyentes la manera de llegar con plena seguridad al otro mundo después de la muerte.

    Siguiendo el relato admitido por la mayoría de los mitólogos, Heracles se dirigió al Peloponeso, hacia la ciudad espartana de Tenaro, donde se encontraba la boca del Tártaro. Si bien los habitantes de Heraclea, en el Mar Negro, relataban que el héroe había descendido y regresado por la que ellos llamaban boca del Infierno, que se encontraba no lejos de su ciudad. Sea como fuere, Heracles consiguió la ayuda de Hermes, que además de mensajero de los dioses era conductor de almas, quien le acompañó hasta la profunda sima en la que se iniciaban los reinos de Hades. Al ver llegar a un mortal, las sombras de los que fueron, que erraban llenas de tristeza por aquellos sombríos parajes huyeron despavoridas. Sólo se mantuvieron firmes la gorgona Medusa y el espíritu de Meleagro.

    Heracles desenvainó la espada para acometer a Medusa, pero Hermes le detuvo, diciendo que no le podía hacer ningún daño porque era una sombra vana y era por tanto invulnerable a su arma. Contra Meleagro tensó el arco, pero su espíritu se acercó a Heracles y le relató su fin de forma tan conmovedora que llegó a arrancar copiosas lágrimas al héroe, quien prometió que se casaría con su hermana, Deyanira.

    Después Heracles distinguió a los héroes Pirítoo y Teseo, grandes amigos suyos que habían bajado a los Infiernos para llevarse a Perséfone. Sin embargo, fueron encadenados por Hades ante tanta osadía, amarrándoles a la misma piedra en que los dos se habían sentado unos momentos para descansar. Heracles, con permiso de Perséfone, pudo libertar a Teseo, pero no pudo hacer lo propio con Pirítoo, porque cuando lo intentó la tierra comenzó a temblar peligrosamente bajo sus pies.

    Finalmente, Heracles llegó a presencia de Hades y, según unas versiones, el dios se opuso rotundamente a que se llevara a Cerbero, pero el semidiós le disparó una flecha que dio en el hombro del rey Infernal, haciéndole sentir el dolor propio de los mortales. Hades accedió entonces a la petición del héroe, pero con la condición de que para dominar al terrible can tenía que emplear sólo las manos y vestir simplemente su coraza y la piel de león.


    El héroe tomó a Cerbero por las patas y, rodeándole el cuello con sus poderosos brazos, lo mantuvo bien apretado a pesar de que el cuerpo del monstruo estaba provisto de venenosas serpientes que lo mordieron repetidas veces. Heracles no hizo caso al dolor y no soltó la presa hasta que la tuvo bien dominada. Subió a la Tierra por la citada boca del Infierno y, cuando Cerbero vio la luz del día empezó a escupir baba por la boca, brotando de ésta la venenosa planta denominada acónito.
    Heracles condujo el monstruo hasta Euristeo, quien al verle experimentó tal terror que corrió a refugiarse en su jarra, su escondite habitual. El rey no sabiendo qué hacer con aquel monstruoso animal, ordenó a Heracles que lo devolviera a su dueño, Hades, cosa que así hizo.


Duodécimo trabajo: Traer las manzanas de oro de las Hespérides

    El último trabajo consistió en robar las manzanas de oro del Jardín de las Hespérides. El árbol que las producía había sido regalado por Gea, en la solemne boda de Zeus y Hera, y se hallaba en el jardín de las inmediaciones del monte Atlas. Como las Atlántidas acostumbraban a robar en el jardín Hera confió la guarda del maravilloso árbol y sus frutos a un monstruoso dragón inmortal que poseía cien cabezas, nacido ¡cómo no! de Tifón y Equidna. Además había colocado como guardianas a tres ninfas del atardecer, conocidas como las Hespérides, y cuyos nombres recordaban los matices del cielo cuando el astro rey marcha hacia su ocaso, pues se denominaban: la "Resplandeciente", la "Roja" y la "Aretusa de Poniente".

    Al iniciar la aventura, Heracles desconocía dónde se hallaba el Jardín anhelado, por lo que pasó primero a Tesalia, en donde mató al gigante Termero. Llegó después a orillas del río Equedoro y allí se encontró con Cigno, hijo de Ares y de Pirene, quien al preguntarle el héroe por el jardín recibió por toda respuesta un violento ataque; Heracles no tuvo más remedio que darle también muerte. Entonces el propio Ares acudió en defensa de su hijo y ambos colosos lucharon hasta que Zeus los separó, porque no deseaba que hubiera una lucha fraticida.

    A continuación Heracles llegó a la costa de Iliria, morada de algunas de las hijas de Zeus, formulándoles la misma pregunta. Éstas le contestaron que el dios río Nereo, sabio entre los sabios, quizá le indicaría el camino. Nereo quiso escabullirse adoptando mil formas diversas, pero finalmente cayó en manos del semidiós y no tuvo más remedio que revelarle el emplazamiento de lo que tanto buscaba.

    A partir de aquí, el itinerario se hace muy confuso y repetitivo, y hasta incluso se superpone al trabajo de apoderarse de los bueyes de Gerión. Así pues, desde Iliria pasó a Libia y de aquí a Egipto, donde su rey Busiris sacrificaba a todos los extranjeros que atravesaban el país. Heracles cayó también prisionero, pero deshizo sus ligaduras y mató a su vez al monarca. Visitó Asia, Arabia y volvió a África, en donde embarcó en la Copa del Sol que lo llevó hasta el Cáucaso. Durante la ascensión de la montaña liberó a Prometeo y colocó en su lugar al centauro Quirón. Agradecido, Prometeo le aconsejó que no tomara con sus propias manos las manzanas de oro, sino que enviase a hacerlo a Atlas, mientras el héroe cargaba con la bóveda celeste, misión encomendada a aquel.

    Fue fácil convencer al titán, puesto que en su fuero interno pensaba que así se libraría para siempre de tan pesada carga. Se dirigió hacia el maravilloso árbol y, encontrando el dragón adormecido, robó las manzanas, matando de paso al monstruoso guardián. Volvió entonces donde estaba Heracles y le dijo: "Mis hombros han comprobado la sensación tan agradable de no tener que soportar la carga del Universo, por lo que no pienso continuar haciéndolo". Acto seguido arrojó las manzanas a los pies de Heracles. El semidiós recurrió entonces a la astucia y le contestó: "De acuerdo, pero deja que me ponga una almohadilla sobre los hombros". Atlas cayó en la trampa, recogió de nuevo la bóveda para que Heracles hiciera lo que había dicho, momento en el que el héroe aprovechó para apoderarse de las manzanas y dejar de nuevo a Atlante con su eterna carga.

    Heracles regresó ante Euristeo, quien le regaló las manzanas y el héroe las consagró a Atenea. Finalmente la diosa las devolvió al Jardín de las Hespérides. 

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